“Estoy contenta,” palabras que escribió una de las señoras que viviría en la casa que se construyó. Se hizo con mucho amor y esfuerzo, en la comunidad de Cuatro Torres durante mi Semana Santa.
Con una sonrisa en el rostro, ojos cálidos y los pies desnudos. Los niños gritaban “hola” desde sus casas, una y otra vez hasta captar la atención de los demás y recibir un saludo de vuelta. Sin importar el cansancio o la falta de aliento, me era imposible no reparar en sus voces y aunque sea levantar ligeramente el brazo en respuesta. Sin embargo, no solo desbordaban alegría: cuando ya habíamos descargado todo un camión de materiales e íbamos por el segundo, los niños que se encontraban cerca jugando fútbol dejaron el balón a un lado para ayudarnos a cargar materiales.
Desde el punto más alto en la calle de tierra, hasta la casa más lejana en medio de árboles y piedras de distintas dimensiones, los niños se agrupaban alrededor de un panel de piso para levantarlos todos juntos.
En proporciones mayores se encontraban varios señores. Cargaban los materiales entre varios al igual que nosotros, pero ellos bajaban la loma corriendo. Lo hacían tan rápido que si ibas junto a ellos corrías el riesgo de ser arrastrado.
Más de un miembro de la comunidad estuvo de pie junto a mí y los demás voluntarios (muchos de los cuales se convirtieron en amigos) ya fuese cargando un pilote, un panel, tejas, sirviendo el almuerzo, ofreciéndonos botellas de agua e incluso llenos de orgullo, bailando danzas propias de su cultura.
Esos días en comunidad, donde salíamos muy temprano y llegábamos muy tarde, casi durmiéndonos. Donde nos embarrábamos de tierra hasta las orejas. Nuestros brazos y piernas cansados flaqueaban por el peso de los materiales. Donde probé la chicha de plátano y el arroz con pollo del señor Bernardo. Donde reí hasta más no poder y dejé caer algunas lágrimas de despedida, no los cambiaría por nada en el mundo.
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