Stan Lee

Mario, mi hijo menor, llegó hasta donde yo estaba, enredado con unos papeles, y me soltó la noticia en una sola exhalación:

—¡Murió Stan Lee!

Era el 12 de noviembre de 2018, tarde en la tarde. No sé cómo él se enteró. Pero el asombro con el que me dijo la noticia imprimió un tono que, de pronto, me impidió comprender el sentido. Lo captó en mi rostro, cuando lo levanté de los papeles. Por eso me repitió:

—Stan Lee, el papá del Hombre Araña, tenía 95 años…

Ahora sí tenía la noticia completa. No solo la información, también el sentido. Mis hijos aman los personales de historietas por una razón básica: crecieron viendo mi admiración por ellos. Oyéndome decir que representan lo que podemos y debemos ser, siguiendo sus aventuras en libros, contándoles cómo eran antes, cuando sabíamos de ellos por los paquines (esas ubicuas revistas de historietas que en los 70 solían ocupar el lugar que hoy tienen las pantallas de celular) y uno que otro episodio en la televisión. Tanto les he hablado de lo invencibles que eran antes a pesar de cierta fisura en su poderío, de los códigos de honor con los que actuaban, de la manera en que siempre estaban dispuestos a salvar el mundo, y de Stan Lee.

Le puse una mano sobre el hombro porque lo vi acongojado, y eso me maravilló tanto. Porque no es que el cine fuese la vía por la que ellos conocieron el mundo de Lee y de Marvel, no; fueron, primero, los libros, las historietas. Fue una ósmosis generacional que ni siquiera me propuse. Sucedió porque sí. Como resultado tenía ante mí el estupor de un niño que, en sus juegos, mata y ve morir zombis, robots, personas, como tantos niños de esta época.

Me llamó la atención que él, acostumbrado a esos mundos paralelos entre la realidad y la ficción, en este concepto de la virtualidad posmoderna post. En ese universo en que uno muere y vuelve a renacer apenas cambia la pantalla del Game over. Él pudiera distinguir con tanta claridad que Stan Lee hubiese muerto. En particular, que lo identificara como el ser de carne y hueso detrás de la obra ficcional. “El papá del Hombre Araña”.

Aún con la mano sobre el hombro de mi hijo cabizbajo, entendí todo esto. Y más. Porque supe que aunque un montón de agoreros siga diciendo por ahí que meterse en los libros es cosa anticuada e inservible, que aprenderse significativamente una historia es cuestión de nerds y, por lo tanto, de ilusos, leer y escribir tienen un premio: la eternidad. Porque no hay nada peor que pasar por el mundo sin dejar huellas que aporten, que conmuevan, que merezcan ser atesoradas por otros.

Mario nunca conoció a Stan Lee. Si conocer se define como el hecho de compartir una amistad o un espacio cercano. Sin embargo, igual que a otros autores, lo conocía tanto como para venir corriendo a compartirme una noticia y su consecuente congoja.

 ¿Se puede morir luego de marcar en la mente de otros seres un legado indeleble que irá pasando a través de la piel universal de las generaciones? ¿Ha muerto Cervantes, Shakespeare, Conan Doyle, Dumas, Borges, Darío, Amelia Denis, Sinán?

—No, hijo, Stan Lee no ha muerto.

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