sanitizar

La decana de la Facultad de Derecho, Ana Matilde Gómez, lanzó una pregunta en Twitter: ¿Vamos a quedarnos con los verbos “aperturar” y “sanitizar”, olvidándonos de abrir y desinfectar? Excelente pregunta, como dicen los entrevistados cuando quieren ganar unos segundos antes de responder.

Confieso que detesto la palabra “aperturar”, y hasta siento que abanico con ese mismo sentimiento a quienes usan el vocablo, sobre todo cuando lo hacen ante los medios, con cierto tonito rimbombante. Para el común de los hablantes, cuando una palabra se recibe por los canales de comunicación más conocidos y, sobre todo si quien la emite tiene cierta autoridad, entonces todos debemos actualizarnos. No me pasa igual con el verbo “sanitizar”, que me resulta gracioso, algo así como un apodo cariñoso; solo que jamás lo emplearía.

Ambos términos llegaron hace rato al uso diario, solo que fue ahora, en mitad de la pandemia, cuando se conocieron y, sí, fue amor a primera vista. Hoy uno los ve (los oye, mejor dicho) en cualquier lado, agarraditos de la mano como enamorados recientes: “Estamos sanitizando, porque el lunes vamos a aperturar”. Quienes hablan así seguro se sienten muy actualizados.

Dejando a un lado la sorna, aunque ambas palabras llegaron por caminos distintos, son parte de los procesos que dan vida a la lengua. Por más que nos produzcan urticaria, esta lengua que hablamos nació así, del resquebrajamiento de una lengua fuerte, imperial, el latín. Hace unos mil años, siglo más, siglo menos, al norte de España, un dialecto del latín cobró fuerza entre otros dialectos y, mediando circunstancias geográficas, políticas y culturales, descolló entre otras variantes del latín. Se trataba de mezclas de lenguas y hablas locales de la península, aderezadas con un puñado de vocablos árabes (que permanecían como invasores en Al Andalus, espacio dominado por ellos al sur de la actual España. No faltaban en ese amanecer de una lengua que se llamaría castellano con el tiempo, un soplo de griego, unas gotas de hebreo y una pizca de otras lenguas romances, Sí, romances, pues se parecían a la otrora dominante lengua de Roma.

Y como si no bastaran ingredientes a aquella suculenta olla podrida (nada de hacer ascos a esta delicia culinaria, digna de varios textos, entre ellos El Quijote), en el ocaso del siglo XV, apenas estrenada la primera Gramática de la lengua castellana, escrita por el latinista Elio de Nebrija, llovieron sobre el recién formalizado idioma los americanismos, una lluvia que ya nunca cesaría. En cinco siglos nuestra lengua ha cambiado tanto que sería casi imposible que dos viajeros del tiempo, pertenecientes a ambos extremos de ese lapso, se entendiesen cabalmente en el presente. La lengua no es estática; solo lo será cuando sea declarada muerta, y al español le quedan muchos siglos de vida aún. Eso sí, no será siempre este que conocemos.

Algún burócrata bancario tuvo un despiste, una tarde allá a finales de los 90, y se le salió decir “aperturar” para referirse a una cuenta de ahorros. Quizás conocía el español como segunda lengua, o bien no era muy cuidadoso con el uso del idioma, por lo que pensó que si de inaugurar salía inauguración, de apertura surgía naturalmente “aperturar”. Tenía que decirlo y lo dijo. A sus subalternos les pareció provechoso darle “like” al jefe, es lo que se espera de un subordinado, Fueron repitiendo la palabreja y así, de boca en boca, primero con timidez, luego con mayor osadía, llegó a nosotros. La misma historia del virus.

Con “sanitizar” la historia no es tan idílica; hay ejércitos de hablantes importando términos del inglés a diario, para sonar más open mind. Con el ánimo de sacarle brillo a sus skills, se muestran friendly con eso del “baypasseo” de las normas. Sí, porque no es que sanitizar sea más efectivo que desinfectar, lo que pasa es que es más trendy, pues se deriva de sanitize, ¿okey? Eso de que en inglés se alude a una acción química, más radical, es un fake.

Así como la decana Ana Matilde se pregunta por estos dos intrusos, alguna dama culta de la corte española, por allá por el siglo XVI, debe haber reclamado a los que le cambiaron su respetable nombre a la peste, para llamarla pandemia, con base en la unificación de dos partículas griegas: pan, todos, y demos, pueblo, que encima venían por vía del idioma inglés. Y como devolviendo el golpe, pasada la mitad del siglo XX, otros científicos apelarían al latín para denominar a un tipo de microbio, de aspecto algo curioso, al que denominaron con dos partículas latinas: corona y virus, veneno con corona.

Imagino a la lengua como un río que corre plácido hacia el mar; los hablantes estamos sentados sobre pequeñas rocas, a su orilla. Siempre nos parece que contemplamos el mismo río frente a nosotros, aunque no lo sea. A veces, unas pocas veces a lo largo de nuestra corta existencia, la corriente nos deja ver un tronco, o una bolsa de basura que alguien arrojó por ahí, como “aperturar” o “sanitizar”, pero también bajarán por la corriente hermosos peces que nos admirarán, como “vacuna”, “telégrafo”, “teléfono”, “electricidad”, “astronauta”, “robot”, “internet”. Y entre ellos, algunos de belleza excepcional: “solidaridad”, “caridad”. En cada caso, significaron cambios, dejar otras palabras atrás para emplear nuevas (óleo por aceite), transformar algunas (non fuyades por no huyan), aferrarnos a otras que perecieron (dizque, enantes) o resucitar alguna de la que nadie se acordaba (arroba). Y, por si acaso, no es la RAE la que toma la decisión; somos nosotros los que determinamos qué va a pasar con la lengua, los que la cuidamos o la maltratamos. El uso de un término le da vida; el desuso, lo mata.

Pues sí, apreciada decana, en unos diez años tendremos respuesta a su pregunta. En lo particular, yo creo que esta parejita se irá con la pandemia, por una sola razón: no es necesaria, no llena ningún vacío. Son farolerías.

Prof. Ariel Barría Alvarado – Docente de la USMA

Las opiniones expresadas en esta sección son de exclusiva responsabilidad del autor y no representan la opinión de esta Universidad.

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