El sol apenas despuntaba cuando nos encontrábamos a las puertas del Comedor Santa María del Camino, un lugar donde cada día convergían más de 500 personas en busca de algo más que una simple comida.

Desde el primer día, supe que esta experiencia de servicio social sería más que una tarea: sería una travesía de descubrimiento y transformación, tanto para mí como para todos aquellos a los que serviría.

En medio de la tarea de la descarga de pacas de alimentos, se dio una conexión instantánea con los demás voluntarios. No éramos solo individuos; éramos un grupo unido por el deseo de marcar una diferencia tangible.

La tarea de descargar los alimentos de los camiones, aunque físicamente demandante, era el primer paso hacia la creación de apenas un toque de esperanza en medio de la adversidad.

Las mañanas se llenaban del aroma de las comidas en preparación, una mezcla culinaria que prometía calidez y sustento.

En la cocina, aprendí la importancia de la eficiencia y la colaboración. Cada cuchillo que cortaba, cada olla que burbujeaba, era un acto de solidaridad y dedicación. Conocí la satisfacción profunda de servir un plato caliente, acompañado de una sonrisa y una palabra amable, sabiendo que ese pequeño gesto podría iluminar el día de alguien.

Sin embargo, no todo fue sencillo. Nos enfrentamos a la escasez de recursos y a la necesidad de mantener una coordinación impecable con un equipo de voluntarios cuya disponibilidad era tan variable como el clima. Implementar un sistema de turnos y capacitaciones regulares fue clave para asegurar que cada jornada transcurriera sin contratiempos.

Aprendí a liderar y a adaptarme, a buscar soluciones creativas y a valorar la importancia de una comunicación clara y efectiva.

Cada persona que acudía al comedor traía consigo una historia única.

Escuchar esas historias, llenas de desafíos y resiliencia, cambió mi perspectiva sobre la vida y la verdadera naturaleza de la fortaleza humana. Me di cuenta de que el comedor no solo ofrecía alimentos, sino también un refugio de dignidad y respeto.

A través de la visión humanista que la Universidad Católica Santa María La Antigua inculca en los estudiantes, pude ver más allá de las necesidades inmediatas y reconocer el valor intrínseco de cada individuo.

Esta experiencia me enseñó la importancia de la atención personalizada y la capacidad de respuesta ante situaciones complejas, habilidades que, sin duda, llevaré conmigo en mi carrera y en mi vida personal.

Al final del día, mientras limpiábamos el comedor y nos preparábamos para la próxima jornada, sentí una profunda satisfacción y gratitud. Este servicio social no solo cambió la vida de más de 500 personas diariamente, brindándoles un rayo de esperanza y alivio, sino que también transformó mi propia vida. Me convertí en alguien más consciente, empático y comprometido con el bienestar de mi comunidad.

El Comedor Santa María del Camino no era solo un lugar donde se ofrecían comidas; era un símbolo de la capacidad humana para compartir, apoyar y transformar.

Esta experiencia me mostró que el verdadero impacto del servicio social va más allá de lo tangible. Es un acto de solidaridad, de conexión y de creación de un mundo más justo y compasivo, un plato a la vez.

Por: Fernando Lorenzo R. | Estudiante de Ingeniería Civil

 

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