Sumergirme en el mundo de los niños en el Hogar de la Niñez fue como atravesar un portal mágico hacia una dimensión de risas, travesuras y momentos conmovedores.
¿Quién habría imaginado que una futura abogada se convertiría en una experta fabricante de castillos de arena y cuentacuentos?
Mi primera lección: nunca subestimen la capacidad de los niños para encontrar diversión en todo. Mantuve debates acalorados con muñecos de peluche, intenté conservar a los niños quietos por más de tres segundos (una tarea imposible) y, créanme, traté de seguir el ritmo de sus bailes (me cansé inmediatamente). Sin embargo, no todo fue felicidad: detrás de esas sonrisas había historias desgarradoras.
Cada niño llevaba una historia de valentía, superando desafíos con un espíritu que sería envidiable incluso para los superhéroes.
Fue un recordatorio de que, a veces, las lecciones más profundas de la vida provienen de los más pequeños.
Por primera vez en mucho tiempo, mis conocimientos académicos y profesionales me resultaron inservibles, y lo mejor que tuve para ofrecer fueron mis oídos para escuchar y mi corazón para servir.
Puse a un lado mi carrera, y me convertí en una estudiante de la vida, guiada por la sinceridad y la franqueza de los niños. La empatía se convirtió en mi nueva especialización, y mis clientes más importantes fueron unos seres pequeñitos que me pagaron enseñándome que la verdadera riqueza reside en nuestra capacidad de crear conexiones auténticas.
Mi tiempo en el albergue me dejó claro que, sin importar cuán serio sea nuestro camino profesional, debemos mantener nuestros corazones abiertos y llenos de empatía.
Servir a la comunidad y cultivar valores en ella son acciones que enriquecen tanto nuestras vidas como las de quienes nos rodean. Finalmente, esta experiencia me recordó sobre la magia de la infancia y que nunca es tarde para aprender a construir castillos de arena más grandes y a tener conversaciones con los más pequeños.
Por: Mya Barahona – Estudiante de Derecho y Ciencias Políticas