De mi casa al Teatro Aba, existen 43.1 kilómetros de distancia. Es por eso que cuando le pregunté a mis papás si era posible tomar cursos de actuación, se limitaron a darme palmaditas en la espalda y a asegurarme que en un futuro cercano, quizás sí. Bueno, han pasado casi siete años y seguimos esperando el futuro cercano.  

Estoy bromeando o quizás no… Empecemos de nuevo. De mi casa a la Universidad Católica Santa María La Antigua (USMA), existen 48.0 kilómetros (de acuerdo con Google Maps). El tiempo de viaje asciende hasta tres horas cuando se trata de la jornada matutina, en días de cielos azules y suerte piadosa, en menos de una hora me encuentro en la universidad.  

Cito números concretos porque lo que sigue a continuación es subjetivo, emocional y opuesto a la neutralidad que estoy aprendiendo a ejercer en cuanto a la misión periodística.  

Se trata de la vez que me pude unir al club de teatro y cumplir uno de mis sueños más preciados. Y aquello ocurrió justo después de que la USMA volviera a la modalidad presencial.  

Me dirigí al Auditorio Monseñor Tomás Clavel con el corazón a mil. Lo que tanto había querido, estaba a unos cuantos edificios de mis clases. Me inscribí y me preparé mentalmente para lo que sería la cuesta arriba de mi mayor obstáculo, la pena.  

Justo por esa cuesta arriba, me estaba inscribiendo en el segundo cuatrimestre y no en el primero, junté la valentía a paso de tortuga y cuando quise inscribirme, era demasiado tarde. Las vacantes para un papel se habían agotado. 

Pero eso no me pasaría de nuevo. Y cuando menos lo pensé, estaba interpretando a la mamá de un adolescente colonense que no celebraba su cultura. Mi debut estuvo término medio, no movía los brazos, susurré mis parlamentos…me pregunté varias veces ¿en qué parte del guión estábamos? Pero, por otro lado, recordé mis líneas y jamás me quedé en blanco.  

Supe ajustarme a los diálogos improvisados de mi compañero y disimular que era mi primera vez en un sketch. Si creí que lo peor había sucedido, estaba muy equivocada.  

Cuando repartieron el guión de la obra y me di cuenta que mi personaje era uno de los principales, algo en mí se cristalizó. Le daré un nombre a aquello más adelante. Mi papel era lo opuesto a mi personalidad.  

Sofía tenía seguridad, tenía tenacidad y coraje. Sofía se hubiera inscrito a teatro en el primer cuatrimestre. Pero, yo, Milagros, me ví en la necesidad de traer a la vida un personaje que encarnaba las cualidades que yo carecía.  

Me pusieron a bailar como si el día siguiente fuera quincena, me hicieron alzar la voz como si el colegial se me estuviera escapando. Me enseñaron a darme una oportunidad a mí misma.  

El Teatro El Desván me otorgó el honor de formar parte de su familia. Las dificultades y los altibajos siempre se desenvolvieron en la profundidad de mi pensamiento; es por eso por lo que, cuando le presté atención a lo que se había cristalizado, no corrí a pegarlo de nuevo. Se trataba de mi pena a ser vista, a dejar que me vieran. Cuando me dieron la oportunidad de actuar, sentí pánico.  

La palabra nerviosismo se quedó microscópica. Pero, a pesar de esa emoción, no se me ocurrió retroceder. Quería hacerlo bien. La primera función terminó. Sofía se fue por un breve momento, pues tenía que regresar para la función nocturna.  

Volvió Milagros y se encontró con que su familia había recorrido 48.0 kilómetros para verla y traerle un ramo de flores. Y justo en ese momento, de mi sueño a la realidad, ya no existía ningún kilómetro. 

Había llegado a mi destino. Y eso se lo debo a mi familia, que siempre me apoyó en lo que anhelaba mi corazón, a mis amigos, que sacaron de su tiempo para ir a ver la obra y; por supuesto, a mis colegas desvanistas, que me hicieron ver el escenario como un patio de recreo y no como el tablón de un barco pirata. 

P.D. Como la vida es la fundadora de las casualidades, el director del Teatro El Desván, también es profesor del Teatro Aba (uno de los profesores que aparecía en el anuncio que ví cuando tenía 12 años), por lo que aquel quizás, es un definitivo y rotundo SÍ. 

Por: Milagros Montenegro

Estudiante de segundo año de Comunicación Social en la USMA Panamá

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