Crónica
María Luna
Estudiante de Comunicación Social
Sábanas arrugadas y calientes, suena la canción habitual del despertador. Revuelvo la cabeza despeinada en la almohada, frunzo el ceño y me quejo, como todos los días, de lo temprano que debo despertar.
Me levanto, apoyo los pies desnudos en el piso frío, se me eriza la piel y aún con los ojos entrecerrados, tanteo con la punta de los dedos el piso a ver si consigo mis pantuflas. Nada. Así como estoy, desprovista de humor, de ropa decente y de energías, camino lentamente a la puerta, la abro y siento el fresco de la mañana. La corta caminata al baño se siente como una de las más largas, prendo la luz, arrugo la expresión, la luminosidad duele momentáneamente en mis ojos.
Me veo en el espejo, restriego mi cara, me desvisto, mi piel se eriza por una corriente de aire. Entro en la ducha, veo las manillas del agua abro la del agua caliente. Siento las pequeñas gotas caer en mis pies y de un solo brinco meto mi cuerpo en el agua, soltando un pequeño grito. Termino y me seco rápidamente.
Parada frente al clóset, sin expresión, escojo mi ropa, a sabiendas pero al mismo tiempo sin interés. Se respira un aire de vacío en la casa. Atravieso el corto pasillo, entro a la cocina, caliento agua para hacer café. Ya hirvió. Lo hago a la vieja usanza, la misma que me enseñó mi mamá. Ya colado, desprende un aroma exquisito. Agarro la taza y me siento en el borde del sofá.
Mi memoria hace flashback, recordando el jardín de un viejo lugar que solía visitar en las tardes con mis amigas, trago grueso, la nostalgia me ataca. Termino el café, abro la nevera, saco un par de huevos, los quiebro y los echo en un plato con desdén; les pongo sal, los bato mientras caliento una sartén, vacío el contenido y los revuelvo. Tuesto pan, lo coloco en el plato, saco un cuchillo y les unto mantequilla. Ver cómo se derrite me genera placer.
Mi mamá llama a mi celular, me saluda como si hubiésemos dormido juntas. Le respondo y le pregunto cómo está, dice que bien y me cuenta de su mañana. Vuelvo a sentir el nudo en mi garganta. Aunque el hecho de hablar con ella se me hace familiar, la sensación de extrañeza me invade el pensamiento. Le digo que la extraño. Me pasa a mi papá, respondo a su emotivo saludo, hago las preguntas normales, conversamos un rato. Vuelvo a estar al teléfono con mi mamá y le digo con voz entrecortada que la amo. Cuelgo la llamada. Le escribo a mi hermano. Nada. Me siento en el mismo lugar en que suelo beber café, veo a los lados. Nada. Avergonzada, aunque nadie me ve, suelto unas lágrimas, me seco la cara y reacomodo. Me convenzo de que nada pasó.
La distancia entre las personas que aprecio marcó un hito en mi vida, cambiando por completo mi forma de ver las cosas. Ahora, en tiempos como estos, suelo ser más emotiva, cosa que para ninguno de mis conocidos es secreto. Internamente, algo se apaga cuando estás en un lugar en el que eres forastero. Se extrañan los lugares, las caras, los olores, el tacto, las miradas, la gente y la brisa montañosa mezclada con playa.
Escuela de Comunicación Social